Por: Rubén Darío Álvarez P.
Lo primero que tengo que decir sobre la escritora cartagenera Patrizia Castillo es que no la conozco. Nunca la he visto.
Pero nada de eso me impide expresar que su libro de cuentos Nuevas rutas para lugares remotos me hace recordar una frase que no sé si es de mi invención o si la leí en alguna parte. Eso es lo de menos: “Mientras existan los seres humanos, no dejará de haber literatura”.
La frase se refiere, específicamente, al arte de la escritura, pero aplica también para todas las bellas artes, ya que ellas mismas son una ventana de la que disponemos los humanos para deshacernos de los demonios que nos habitan, de las observaciones que nos inquietan y de las venganzas que deseamos acometer sin que tengamos que ponerle un dedo encima a quienes, en el pasado, nos hicieron la vida de cuadritos.
Es eso lo que veo en el libro de Patrizia Castillo: una colección de historias de mujeres (pero también de hombres) que conducen sus vidas por los senderos que establecen las normas sociales, pero que en el fondo anhelan otras subsistencias, aunque en el fondo les faltó suficiente valentía para romper la camisa de fuerza y echarse a volar con el mismo ímpetu enloquecido de los murciélagos cuando va cayendo la tarde.
Las historias de Patrizia Castillo conmueven, no sólo por lo bien narradas sino también porque (y no sé si intencionalmente) le enrostran al lector una serie de situaciones dolorosas que seguramente también él padece, pero sin atreverse a renunciar a los privilegios o a los pensamientos prestados que le hacen (aparentemente) la vida menos problemática.
Vuelvo a lo del principio: cuando decía que siempre que exista el hombre habrá arte, me refería a que hay épocas en que algunas temáticas se ponen de moda (macondismo, narcos, prepagos…) y, a la vez, causan la leve sensación de que el día en que esos tópicos se agoten ya no habrá más nada que escribir, pintar, cantar, melodiar o filmar.
Pero mentiras: los seres humanos estamos llenos de suficiente mierda interior como para que cualquier arte se vuelva inextinguible. Lo que nos falta, tal vez, es valentía para exteriorizar los odios, las envidias, las lujurias, las frustraciones, los resentimientos, los deseos de venganza, los anhelos de libertinaje, etc. En fin, Patrizia Castillo ha sido valiente. O intenta no ser cobarde asumiendo el reto de estas historias, que podrían estar hablando de ella, pero al mismo tiempo de todos nosotros.
De manera que Victoria, la esposa de Felipe, me hizo recordar a tantas mujeres talentosas que terminaron opacadas por el machismo de sus propios esposos y del hábitat que les tocó en suerte. La protagonista de Navidad, quien, según su esposo, “vive montada en una película”, no es menos desafortunada.
La historia de Clementina, la viuda de Ramón, es un espécimen altamente conocido en cualquier escala de nuestra torre social, pues siempre habrá personajes que tardíamente se convierten en el ser que deseaban sus cónyuges, pero la muerte evita cualquier prolongación, precisamente cuando la felicidad toca la punta de los dedos.
La ciudad que se describe en Rompecabezas se asemeja a una crónica iluminada con tan precisos sustantivos y adjetivos que hasta se siente el frío del altiplano, las borracheras en bares underground o los intermitentes deseos de la protagonista por volver a lo suyo, pero al mismo tiempo de alejarse de eso que cree que algún día fue suyo.
El diseño de libro físico, además de hermoso, se me antoja que es como una alusión a los paisajes interiores de los personajes: cielos límpidos entre veces y suelos ásperos que recuerdan lo dura que podría ser la realidad, como también poco compasiva con el álbum de sueños con el que cada quien intenta dulcificar su existencia.
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